La Filmoteca del Terrario

viernes, 4 de marzo de 2011

"LAS CANCIONES QUE MI MADRE ME ENSEÑÓ": Palabra de Brando



Cuando se anunció en 1994 la publicación de las memorias de un personaje famoso por no conceder apenas entrevistas y que despreciaba abiertamente a la prensa como era Marlon Brando, los cotillas, los periodistas del corazón más basureros y demás personajes empezaron a frotarse las manos pensando en los escándalos que contaría de su vida privada, sobre todo de sus famosos problemas con sus mujeres e hijos. Para disgusto de este tipo de gente, el orondo divo les dio un corte de mangas cuando en el prólogo el escritor Robert Lindsey (que entrevistó a Brando durante días para trasladar en papel en forma de relato sus palabras) cuenta que Brando aceptó hablar de todos los temas que éste le propusiese excepto de mujeres e hijos (que aparecen casi de pasada). Para alegría de los aficionados al cine, Brando tuvo a bien contar sus experiencias en los platós, aunque Lindsey nos confiesa que el actor era reacio a esta idea (“las películas, decía una y otra vez, eran el aspecto menos importante de su vida”).


¿Por qué Brando tuvo a bien contar sus vivencias? Él mismo aclara que hace estas memorias por dinero (no cuenta que en esa época estaba arruinado después de pagar abogados a su hijo Christian, que había asesinado al novio de su hermana Cheyenne) y que gracias a las ventas del libro otros autores podrán publicar sus libros en la editorial. Pero no se preocupen: Las Canciones que mi Madre me Enseñó es un libro jugoso en anécdotas y que permite conocer mejor a uno de los mayores iconos de la historia del cine. Un libro que comienza con una infancia muy triste en Omaha, Nebraska, con un padre violento y alcohólico que hacía la vida imposible a su madre, también alcohólica, y hermanas. De ahí pasamos a su estancia en una academia militar donde sentía un gran desprecio por la autoridad y armaría de las suyas enterrando la campana que servía para despertar a los cadetes. En la biblioteca de la academia será donde leerá por primera vez sobre Tahití. Viendo lo bien que se le daba actuar en las funciones teatrales de la academia, pensó en ganarse la vida como actor. Para prepararse se fue al famoso Actor’s Studio neoyorkino, donde fue formado por Stella Adler, la cual es recordada con grandes palabras por parte de Brando, no así Lee Strasberg, que le merecía poco respeto. Tras foguearse en unas cuantas obras en Broadway y probar suerte en la televisión en directo (de la cual se "retiró" cuando en una escena en la que interpretaba a un boxeador que perdía una pelea y daba un espeluznante grito de derrota mientras se duchaba, el encargado de abrir el grifo dio máxima potencia al agua caliente. El grito fue desgarrador, pero no por los motivos que los impresionados espectadores pensaban...) llega el encuentro con Elia Kazan y Tennessee Williams, con el que se encontró en su casa mientras el dramaturgo esperaba al fontanero para que le arreglase el lavabo. Brando  llegó tarde a la cita programada, llegó a su casa haciendo auto-stop, solucionó el problema doméstico y de paso consiguió el papel de Stanley Kowalski en Un Tranvía Llamado Deseo.


El éxito de público y crítica es arrollador y Hollywood (“la Meca de la avaricia, la falsedad, la codicia, la estupidez y el mal gusto, pero si actúas en una película durante tres meses al año puedes hacer lo que te plazca durante el resto del año”) llama a la puerta de Brando, que rueda su primera película, Hombres (1950), a las órdenes de Fred Zinnemann. Elia Kazan lo llama de nuevo para actuar en la adaptación al cine de Un Tranvía Llamado Deseo y sobra decir que ahí comienza el “mito Brando”. El actor nos confía que lo positivo de la fama es el dinero, pero aparte de eso tuvo pocas satisfacciones por ser famoso. También nos cuenta sus aventuras sexuales con desconocidas, fanáticas enfermas que lo veían como a Cristo o famosas como Marilyn Monroe, de la que era buen amigo y afirma que fue de las últimas personas que habló con ella poco antes de su muerte (Brando creyó que fue asesinada, pues la veía animada). Con su compañera de reparto en Un Tranvía Llamado Deseo (1951) Vivien Leigh no quiso acostarse por respeto a su marido Laurence Olivier y en cuanto a Jean Peters (compañera de reparto en Viva Zapata, 1952) no pudo burlar las medidas de seguridad que su amante Howard Hughes montó alrededor de ella.


Los éxitos como Salvaje en 1953 (“creo que no envejeció bien”) o Julio César (1953) se suceden hasta llegar a La Ley del Silencio (1954), a la que dedica casi un capítulo entero y rememora cómo fue el rodaje de la famosa conversación en el coche, improvisada por Rod Steiger y Brando. Tras varias nominaciones, por fin gana el Oscar y, tras dudar, acepta ir a la gala. Desde entonces, cambió de opinión respecto de los premios y no recogió ningún otro, despreciando a la Acdemia y el tinglado de los Oscars. Tras unos esplendorosos años cincuenta, la taquilla le da la espalda en los 60, empezando por la única película que dirigió (previo ofrecimiento a Stanley Kubrick, Elia Kazan y Sidney Lumet), El Rostro Impenetrable (1961), una de sus cintas favoritas, en cuyo rodaje se lo pasó en grande acostándose con multitud de féminas y de cuyo montaje se desentendió, provocando que de 6 horas pasase a dos horas y media editadas por la Paramount. Sobre Rebelión a Bordo (1962) afirma que la mayoría de historias que se dijeron de que por su culpa el presupuesto aumentó y que despidió al director Carol Reed son mentira. Al menos el fiasco le permitió descubrir Tahití y, sobre todo, la isla de Tetiaroa, donde alejado de Hollywood encontraría sus ansiados momentos de paz y conseguiría disfrutar por fin de la vida. No es de extrañar que en 1966 se convirtiera en su propietario y que sólo saliera de ella para conseguir dinero actuando en películas de mayor o menor calidad. Como Dos Seductores (1964) (“la única en la que me sentía feliz de levantarme para ir a rodar”) o Morituri (1965), donde disfrutó de lo lindo con David Niven y Yul Brynner respectivamente.


 Poco disfrutó en cambio de títulos como Candy (1968), La Noche del Día Siguiente (1968) y, sobre todo, La Condesa de Hong Kong (1967) ("Fue uno de los desastres de mi carrera"), en cuyo rodaje veía cómo Chaplin era un tirano con los demás y, sobre todo, con su hijo Sidney, co-protagonista del film. A punto estuvo Brando de abandonar el rodaje, con un Chaplin yendo a su tráiler a pedirle disculpas por decirle a gritos que era una vergüenza para la profesión por llegar con retraso al plató. Chaplin no fue el único con el que Brando tuvo problemas: Darryl F. Zanuck (“parecía Bugs Bunny; sus dientes aparecían tres segundos antes que su cara”), al que puso a caldo en un restaurante por tratar mal a su hijo; Richard Burton, con el que casi se lía a tortazos en un barco de no ser por la intervención de Elizabeth Taylor tras unos comentarios racistas en estado etílico sobre los hijos de Brando; Glenn Ford, al que acusa de ególatra en el rodaje de La Casa de Té de la Luna de Agosto (1956) o Euzhan Palcy (“una testaruda neófita”), directora de Una Árida Estación Blanca (1989) pertenecen a la lista negra de Brando. De haber publicado sus memorias años después, sin duda habría incluido en su lista a Val Kilmer, que con su actitud de divo consentido en el rodaje de La Isla del Dr. Moreau (1996) provocó el despido de su director original Richard Stanley y se dedicó crear problemas para desesperación del sustituto John Frankenheimer. O a Frank Oz, con quien tuvo unos muy publicitados más y sus menos en el rodaje de The Score (2001). O a Tony Kaye, director (en teoría; en la práctica fue despedido por un Edward Norton que tomó el control de la sala de montaje) de American History X (1998) que filmó clases de interpretación de Brando que el actor tenía intención de vender por Internet y al que despidió en plena filmación por explotar el sufrimiento de una de sus alumnas rodando en primer plano sus lágrimas.


Pero no sólo de malas experiencias con otras celebridades se nutre el libro: La buena gente también hace acto de presencia, como la ya mencionada Marilyn, su compañero de reparto en Un Tranvía Llamado Deseo, La Ley del Silencio y El Rostro Impenetrable Karl Malden, Duke Wagner, profesor de interpretación en la Academia Militar que dio sus primeras palabras de ánimo a Brando, Louis Calhern, Jean Simmons, Elizabeth Taylor, el director de Los Últimos Juegos Prohibidos (1971) Michael Winner (al que ganó una apuesta sobre cómo se pronuncia la palabra "integral" en inglés; Winner no tuvo más remedio que ponerse a vender condones en pleno Picadilly Circus), Wally Cox, su amigo más íntimo y del que las malas lenguas siempre afirmaron que era "algo más" o el psiquiatra G.L. Harrington, que le ayudó a superar sus traumas con su padre. Como en el caso anterior de “detestados”, si hubiera narrado sus vivencias años después habría incluido en su lista de amigos a Johnny Depp, Sean Penn (fue invitado estrella en su boda con Robin Wright) o Michael Jackson, en cuyo rancho Neverland pasó largas temporadas. También dedica buenas palabras para Elia Kazan, del que reconoce que siempre estará en deuda con él pese a hacer lo que hizo ante el Comité de Actividades Antiamericanas. Con Gillo Pontecorvo mantuvo un tira y afloja ("estuvimos a punto de matarnos") durante el rodaje de Queimada (1969) en Cartagena, Colombia, en condiciones infrahumanas, pero afirma que fue su mejor director junto con Kazan y Bertolucci. De esta película también afirma que realizó su mejor interpretación.


A principios de los años 70 y cuando parecía que su carrera en Hollywood estaba básicamente acabada, recibió un libro de Mario Puzo llamado El Padrino con una nota del escritor indicando que Brando sería perfecto para encarnar a Don Corleone en la adaptación cinematográfica que se está preparando. En un principio, el actor no está interesado. Pero la idea de interpretar a un jefe mafioso le atrae. Tras recibir todo tipo de negativas de los ejecutivos de Paramount, Brando acudió a casa de Francis Ford Coppola a hacer unas pruebas de cámara. Se peinó con un poco de queso que había por la casa, se maquilló, se metió kleenex en su boca, empezó a hablar con voz ronca,  los ejecutivos quedaron impresionados y el resto es historia del cine. Brando "resucita" para el cine y gana su segundo Oscar. Lo que ocurrió en aquella gala ya es sabido. Brando quería que un nativo americano hablase ante millones de televidentes de todo el mundo en protesta por la mala situación en la que se encontraban y allí fue la hermosa india Sacheen Littlefeather a rechazar el Oscar. Hoy en día sería impensable que un actor realizara semejante corte de mangas a la Academia. Naturalmente, los indios y otras minorías ocupan buena parte del libro, en el que Brando da sus opiniones sobre asuntos sociales y donde se relaciona con gente como John F. Kennedy (ambos se tiraban pullitas sobre los kilitos de más del otro), Martin Luther King, Indhira Gandhi o el escritor negro James Baldwin, al que conoció en Nueva York justo cuando ambos era perfectos desconocidos.


Tras el triunfo de El Padrino (1972) llega en el mismo año El Último Tango en París, cuyo guión improvisó Brando basándose en los aspectos más íntimos de su vida a insistencia de Bertolucci. Entre tanta experiencia emocional dura, un momento divertido: En una escena en la que Brando debía estar frente a la cámara desnudo frontalmente, su pene se encogió "al tamaño de un cacahuete" debido al frío que hacía en la habitación donde se rodaba. Trató durante horas de "reanimarlo", pero fue inútil. La escena se descartó en el montaje final. En otro momento, Bertolucci sugirió a Brando y Schneider que hicieran el amor sin simular, cosa que Brando rechazó porque "entonces serían sus genitales y no nosotros los protagonistas de la película".  Tras acabar el rodaje, Brando se sintió "violado en lo más profundo de mi ser" (por no hablar de Maria Schneider, que hasta su muerte se pasó maldiciendo a Bertolucci en entrevistas) y juró que nunca más se vaciaría emocionalmente en otra película. A partir de ahí, usaría la famosa táctica de cobrar muchos millones por pocos días de trabajo sin esforzarse lo más mínimo, sabedor de que su nombre aportaba prestigio a cualquier película, por mala que fuera. Una excepción a esta regla fue Apocalypse Now (1979), con un Coppola perdido en Filipinas. Brando considera espantoso el guión y lo reescribe en una caseta. Se rapa el pelo al cero, pide a los iluminadores que lo filmen en penumbras para reforzar el misterio del Coronel Kurtz y el resto también es historia del cine. Años más tarde intentaría salvar el guión de Cristobal Colón: El Descubrimiento (1992), intentando ser fiel, según él, a la verdad histórica (Colón asesino de indios) y reescribiendo su personaje Torquemada. El productor Alexander Salkind veta el guión y la película acaba siendo un desastre. Brando habla entre dientes durante el metraje y cobra 5 millones de dólares por 4 días de trabajo.


Tras todo tipo de anécdotas cinéfilas, consejos valiosos para actores, peleas con su padre, reflexiones vitales y aseugurar que a sus 70 años se divierte más que nunca, Brando llega al final del libro asegurando que estas memorias son su "declaración de libertad". Pocos momentos para la diversión le esperaban con el suicidio de su hija Cheyenne, no sin que antes acusase a su padre de todo tipo de cosas. A partir de ahí, todo fue depresiones, la venta de su isla, problemas graves con la comida ("la nevera siempre estuvo ahí en mis momentos más dificiles"), películas malas, rumores de que vivía en la ruina y un empeoramiento de su salud. Murió el 1 de Julio de 2004. Sus cenizas, junto a las de Wally Cox, fueron esparcidas por el Valle de la Muerte (California) y por Tahití, donde vivió sus momentos más felices.


***Post originalmente publicado aquí y revisado, corregido y ampliado para su publicación en este blog.***


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